De
la tierra al
altar
El proceso de canonización oficial
–que culmina con la elevación a los altares de un
hombre o
mujer declarados
santos– incluye complejísimos mecanismos de
selección y verificación y, en la
mayoría de los casos, un largo período de tiempo de
confirmación del o de los milagros, sumado a una
inevitable gestión
burocrática.
En el Vaticano, una comisión es la encargada de
dirimir las pruebas de
veracidad de los milagros de cada candidato, en su forma
histórica, jurídica y científica: es la
Congregación para la Causa de los Santos, que
está integrada por 23 miembros (entre cardenales,
arzobispos y obispos), un promotor de la Fe (prelado
teólogo), 6 relatores y 71 consultores (médicos de
distintas especialidades, historiadores y teólogos). Si
los dos tercios de la Congregación lo avalan, el Papa
convierte al candidato en venerable. Si llegara a
comprobarse un milagro, el nominado se transforma en
beato, y si se demuestran dos milagros, el mismo es
declarado santo.
Esto, puertas adentro del Vaticano. Pero,
¿cómo llegan las postulaciones a la Santa Sede, y
qué requerimientos se necesitan para candidatear a un
potencial santo?
En principio, se exige –en la diócesis
donde murió el candidato- la formación de un
tribunal, que designará a un vice-postulador o
colaborador: este tribunal será el encargado de recopilar
los testimonios de todos los que conocieron al candidato. Por
otra parte, hay que buscar un postulador oficial que
resida en el Vaticano, y reciba la información obtenida en el país de
origen. Una vez concluido el extenso informe, se
presenta en el Vaticano y, de esta forma, el candidato se
convierte en Siervo de Dios.
En esta etapa, el factor tiempo es necesario y
comprensible: ante el presunto milagro de algún
candidato (que haya actuado, por ejemplo, en la
desaparición de una enfermedad maligna), el Vaticano debe
esperar un tiempo prudencial hasta confirmar fehacientemente que
la cura es definitiva, y el mal no reaparezca.
En suma, el título de Siervo de Dios es
sólo la primera –y más sencilla- etapa en
este largo proceso; los
demás peldaños son cada vez más rigurosos y
exhaustivos. La Congregación construye lo que se llama la
Positio, es decir, el caso. Algunos años
más y el Siervo de Dios deviene
venerable.
El paso siguiente es la beatificación.
Para ser beato, debe comprobarse la existencia de un milagro, la
mayoría de las veces una curación
‘imposible’. Aunque también existe una
vía más expeditiva: la determinación que el
candidato haya muerto martirizado. Este fue el fundamento
de la beatificación de quien, a la postre, se
convertiría en el primer santo argentino: el
hermano Héctor Valdivielso Sáez.
El religioso, nacido en el barrio de Boedo, en la
capital
argentina, realizó su labor cristiana en España,
hacia donde se dirigió con su familia siendo
aún muy pequeño. Recibió el hábito en
la Congregación de los Hermanos de La Salle, y el nombre
Benito de Jesús. En 1934, en Turón, Asturias, fue
fusilado en las revueltas previas a la guerra civil
española, junto a otros siete miembros de la comunidad,
españoles todos ellos. La Iglesia lo
considera un mártir porque prefirió morir
antes que renegar de su fe: "Si Dios me lo pide, estoy dispuesto
a sufrir prisión, el destierro y la misma muerte", le
había escrito Valdivielso en una carta a su madre.
Aquella madrugada del 4 de octubre de 1934, un grupo de
mineros marxistas del pueblo de Turón secuestró al
religioso y sus compañeros y algunos días
más tarde, al pie de una fosa en el cementerio del pueblo,
los acribillaron a balazos. Tenían entre 22 y 47
años.9
Valdivielso fue beatificado junto a los otros siete
mártires en 1990 por el Papa, durante una visita a
España. Pero aún faltaba un peldaño
más: se comenzó a estudiar un posible
milagro que Dios había obrado a través de
ellos, precisamente el mismo día en que fueron
beatificados. Ese mismo día, en un hospital de Nicaragua,
en el cuerpo de una joven de 24 años, Rafaela Bravo
Jirón, se esfumaba el mal que la consumía: un
cáncer de útero. Su marido, un ex alumno lasallano,
siguiendo el consejo de un religioso de esa congregación,
rezó entre el 9 y el 29 de abril de 1990 –día
de la beatificación de los religiosos- dos novenas a los
mártires pidiendo que intercedieran para que Dios curara a
su mujer. En la noche del 29 de abril, Rafaela sintió unos
dolores fortísimos. Luego expulsó una masa visceral
extraña y, al día siguiente, se dijo que estaba
totalmente curada. La Junta Médica del Vaticano
dictaminó que esa curación no tenía
explicación científica.10
Como los religiosos invocados ya eran beatos, el
Vaticano –al reconocer este último hecho como
milagro– declaró santos al hermano
Héctor y al resto de los mártires de
Turón.
La Argentina no contaba hasta entonces con ningún
santo nacido en el país. En cambio,
registra una beata, la hermana Nazaria Ignacia March Mesa, que
vivió un tiempo y murió en Buenos Aires,
pero que había nacido en España; y otra beata,
Laura Vicuña, que vivió en el país, aunque
había nacido en Chile. Cuenta, sí, con varios
venerables, a los que deberá probárseles un
milagro: la más reciente es la Madre Tránsito
Cabanillas; también figuran en la nómina
la Madre Superiora Camila Rolón y las religiosas Catalina
de María Rodríguez y Leonor López de
Maturana de San Aloisio. La lista de venerables se completa con
los salesianos Ceferino Namuncurá y Artémides
Zatti, el fraile cordobés José León Torres y
el sacerdote –también cordobés- José
Gabriel Brochero.
Ahora, ¿quiénes y cómo recopilan
los testimonios y la información de cada candidato para
ser enviada al Vaticano para su análisis? Por ejemplo, la causa de
canonización del cura Brochero se abrió en 1957,
casi medio siglo después de su muerte. El cardenal
Primatesta fue el primero en presentarla, el 6 de abril de 1967;
más tarde, la puso en manos del padre Carlos Heredia,
experto en canonización del Obispado de Córdoba.
Heredia conserva testimonios de quienes recordaban al cura
cordobés, cartas de
puño y letra de Brochero, y afirma tener tres milagros
casi confirmados del sacerdote de Traslasierra. Falta la
aceptación de la Congregación y el decreto del
Papa. El padre Héctor D’Angelo es el postulante de
Ceferino Namuncurá, el ‘Santito Gaucho’, el
indiecito de Fortín Mercedes, el venerable más
popular de la Argentina. La Junta de expertos del Vaticano le
rechazó dos milagros, y se aferra a un tercero: el caso de
una mujer que habría sido curada de un quiste. La hermana
María Hilda Arévalo posee archivadas en su computadora
crónicas de la vida y obra de su postulante a santa: la
Madre Superiora Camila Rolón, técnicamente una de
las candidatas más firmes a ser canonizadas por el
Vaticano.11
Si bien "es Dios el que, a través del
Papa, confirma la santidad de una persona", la
Iglesia reconoce que el seguimiento de las causas –en manos
de los hombres- tiene, cuanto menos, alcances dispares. En esto
incide en forma notable la escasez de
expertos en legislación eclesiástica en la
Argentina, y la intensidad en la dedicación de quienes
impulsan las causas de los beatos y santos potenciales. Para
paliar estas falencias, la Iglesia argentina ha dado signos
concretos: en 1991 creó la primera Facultad de Derecho
Canónico del país, en la Universidad
Católica Argentina, donde se podrá estudiar el
complicadísimo proceso de
canonización.
Pero, además, hay una cuestión de
índole política que influye a la hora de una
canonización: la diferencia de peso
específico de los poderosos e influyentes en el
Vaticano. Veamos un claro ejemplo: el Opus Dei (Obra de
Dios) fue fundado por el sacerdote español
Josemaría Escrivá de Balaguer hacia 1928, y su
poder e
influencia se han expandido por decenas de países de los
cinco continentes. "La Obra" –como la llaman sus
seguidores a esta orden- tuvo y tiene como objetivo
brindar formación y asistencia religiosa, y ayudar a los
creyentes a llegar a ser santos mediante el ejercicio del
trabajo
cotidiano, según los estatutos que estableció su
propio fundador.
Influyente y poderosa, esta organización laica pero siempre dirigida
por sacerdotes cuenta entre sus filas con funcionarios de
distintos gobiernos (en los diferentes países donde tiene
representación), e incidió en la formación
de Juan Pablo II. Hasta se sostiene que su peso será
decisivo en la elección del sucesor de Karol
Wojtyla.
Lo cierto es que con el Papa Juan Pablo II, "La Obra"
llegó lejos. Luego de un estudio de varios años, el
Pontífice le confirió en 1982 el singular rango de
Prelatura Personal. Se trata de un status creado por el
Concilio Vaticano II y hasta ahora sólo otorgado al Opus
Dei, gracias al cual éste depende directamente del
Papa.
En 1992, Juan Pablo II "beatificó a
Escrivá de Balaguer, en un trámite
inusualmente rápido (…), durante una ceremonia en
la Plaza de San Pedro, colmada de miembros del Opus Dei de todo
el mundo que viajaron especialmente".12
El acceso directo que muchos de los encumbrados miembros
de "La Obra" tienen en el Vaticano, contrasta notablemente con la
de otros postuladores locales en el proceso de
canonización.
Vale decir que, inevitablemente, el tráfico de
influencias en el Vaticano –un hecho
terrenal– tiene decisiva incidencia a la hora de elevar a
los altares a figuras de culto, una práctica asociada al
mundo de lo divino.
Un dato que no es en absoluto anecdótico es la
sanción, en 1983, del nuevo Código
de Derecho Canónico, a través del cual se
simplificó notablemente la consagración de los
santos. No es casual que el Papa Juan Pablo II haya
consagrado –desde su inicio del pontificado, en
1978- más santos y beatos que todos los Papas
anteriores. Es más, la Santa Sede ha dado muestras de
priorizar y acelerar los trámites de las causas originadas
en países que aún no tienen ni beatos ni
santos.
Cerca de un millar de beatos y más de trescientos
santos consagrados en poco más de veinte años de
papado es un verdadero récord para la Iglesia. El
celo con el que se trataban las causas, apenas unos años
antes, no habría permitido semejante
proliferación. ¿Qué lectura
podemos extraer de esto? El inquietante escepticismo en materia
espiritual en que ha caído el hombre en
el último siglo y su contrapartida, la exaltación
de la materia física, la
multiplicación de cultos y religiones alternativas,
surgidas allí donde existen necesidades que el catolicismo
tradicional ya no logra satisfacer, la desacralización del
orden socio-cultural occidental, la exacerbación del
hedonismo y la mediatización de las culturas, ha generado
en la Iglesia la necesidad de producir santos a una mayor
escala, con el
fin de acercarlos masivamente a los fieles.
"El fin del comunismo europeo
y la agonía de la Teología de la Liberación,
junto con el nacimiento y el triunfo de la
globalización de los mercados,
hicieron descubrir un nuevo enemigo que para la Iglesia se
está demostrando un peligro mortal. La Iglesia y el
Papa, ante todo, temen no el odio sino la
indiferencia de las sociedades
ricas a los valores
que Juan Pablo II reivindica como fundamentales del cristianismo".13
Canonizaciones populares
"…el pueblo recoge todas las botellas
que se tiran al agua
con mensajes de naufragio. El pueblo es
una gran memoria
colectiva que recuerda todo lo que
parece muerto en el
olvido. Hay que buscar esas botellas y
refrescar esa memoria…"
Leopoldo Marechal
Dijimos que la religiosidad popular –muchas
veces ajena a la ortodoxia romana- suele generar canonizaciones
de hombres y mujeres a quienes se adjudican la realización
de verdaderos milagros. Desatendiendo a la autoridad
oficial en materia religiosa, que siempre reprobó
estos hechos, a menudo con dureza, la religiosidad popular
prescinde del sinuoso y complejo camino de la ortodoxia en la
elección de sus figuras de culto.
La Iglesia tilda de supersticiones a estas
prácticas de culto erigidas por la voluntad popular. "Pero
el problema es complejo –apunta Félix
Coluccio14– pues lo que con frecuencia se designa como
superstición es una auténtica
manifestación religiosa de las clases bajas, la
proyección de esquemas lógicos diferentes a los
occidentales, problema ya conocido por los cristianos que
propugnan la adaptación del culto romano a los valores
culturales de cada país". Agregaríamos que no es
sólo una manifestación de las clases bajas,
y que otros sectores de la población –más acomodados
socioeconómicamente- suelen también adscribir a
algunos de estos cultos. Más adelante nos detendremos un
instante en este tema.
Muchas de estas canonizaciones populares tienen una
vida efímera, y están circunscriptas en una
determinada área; en cambio, hay otras que no sólo
perduran en una región, sino que, con el paso del tiempo,
se expanden, incrementando su área de difusión, y
ganando incluso más devotos que en su lugar de origen.
Pero estos cultos tan heterodoxos no se constituyen en
oposición a la Iglesia; por el contrario, "los devotos son
en su casi totalidad cristianos practicantes: asisten a misa,
bautizan a sus hijos, contraen matrimonio
religioso, se confiesan sus faltas,
comulgan y hasta honran a sus sospechosos ‘santos’
con exvotos ‘intachables’, como imágenes
de Cristo, la Virgen y los santos conocidos".15
Si el proceso de canonización oficial posee
rasgos complejos es por la propia naturaleza de la
Institución: la Iglesia contempla la existencia de
normas a las
que hay que someterse, de jerarquías a las que hay que
asirse, y de límites y
restricciones a los que hay ineludiblemente que ajustarse.
Representa y genera poder: es un poder en sí
mismo, una estructura con
representatividad y representación.
La religiosidad popular carece de estructuras y
de normas, prescinde de concilios y de derechos canónicos,
de juristas y teólogos; traspasa la idea de sistema y no
ancla en lo institucional; en tanto construcción, no soporta estructuras, y se
nutre en la espontaneidad, en lo disperso y
flexible, lo fragmentado y
heterogéneo.
Esta religiosidad expresada por el pueblo utiliza sus
propios mecanismos y criterios de valor en la
elección de quienes siente deben formar parte de esa
constelación extraña de venerables. Muchas
veces lo hace utilizando los gestos exteriores y las
formas institucionalizadas de la religión: esto es,
los conceptos, los símbolos y los ritos de aquella aunque, en
muchos casos, estas formas son resignificadas o reinterpretadas.
Otras veces, en cambio, refuncionaliza resabios de
paganismo, creencias y prácticas
supérstites, en un curioso y particular
sincretismo.
¿Qué papel cumplen las devociones
populares en el imaginario colectivo? ¿por qué,
en muchos ambientes, ocupan un lugar tan importante como la
Virgen o el Señor en su expresión de
culto y en la interiorización valorativa?
"El Hacedor –dice Jorge Gallardo16–
está allá arriba (…) demasiado lejos: la
distancia lo vuelve impersonal. Por ello no cabe siquiera que se
le rinda culto, o en todo caso un culto abstractamente
propiciatorio, porque como destinatarios de las impetraciones
concretas aquí están, mucho más
próximos, los mensajeros divinos".
Estos mensajeros, intermediarios entre Dios y
nosotros, son objeto de temor y devoción a
veces simultáneos –recordemos el ‘misterio
tremendo y fascinante’- y constituyen esa singular
constelación en la que caben:
"los iluminados del santoral cristiano, las potencias
etónicas, las acuáticas, aéreas y del fuego,
los ángeles del cielo, las almas de los antepasados, las
que ambulan ‘en pena’, las que se institucionalizan
como cultos locales a raíz de muertes accidentales y de
otros tránsitos y resurrecciones más o menos
anónimos, históricos o
legendarios".17
En el siguiente párrafo
–citado por una catequista en el NE argentino- queda
consignado el carácter de intermediación
que ejercen estas devociones, en cuanto permiten a los fieles
tener a su alcance a determinado santo, alguien que
participó en vida de similares experiencias
terrenales, alguien que fue como ellos:
"Un tema muy especial es el de los santos. En este campo
nuestra gente se siente más segura. Muchas veces el
culto a los santos es exagerado. Pero el santo es algo
más cercano a ellos que la teoría
y la práctica de los sacramentos. Con qué fervor
rezan ante la estatua de un santo, aunque no les interese la
Eucaristía (…) Donde hay instrucción, la
influencia del culto en las familias humildes tiene aún
más peso. El ‘Santito’ vale mucho más,
y ellos a la pregunta: ‘¿por qué le tributan
tanto culto?’, responden: ‘Por fe en ellos’
(…) Creen en su existencia, su ayuda y su presencia. La
catequesis actual toca muy poco el tema de los santos.
Razón por la cual algunos dudan de la enseñanza del sacerdote o
catequista".18
Este tema de la terrenalidad de la deidad queda
claro en ciertas devociones de alcances locales o nacionales,
sobre todo en aquellos cultos tributados a ciertos muertos
desaparecidos en forma trágica o heroica,
como así también a aquellos que, asumiendo el rol
de milagreros, iluminados y guías espirituales,
quedaron en la memoria
popular investidos con un halo de veneración.
Y tiene estrecha vinculación con el tema de la
pertenencia, de la identificación de los
fieles respecto de la devoción: un determinado
‘santo’ –Ceferino, por ejemplo, o la
devoción a la Difunta Correa- irradia una motivación
particular hacia quienes lo consideran suyo, por nacionalidad,
costumbres, y por haber transitado –geográfica y
experimentalmente- la propia problemática. Lo mismo
ocurre, por supuesto, en el caso de las canonizaciones oficiales.
"Tener un santo nuestro significa haber logrado una meta como
Iglesia Nacional –dice el hermano lasallano Telmo Meirone,
a propósito de la canonización de Héctor V.
Saez-. Ante el desamparo colectivo, tener un santo que
caminó los mismos adoquines que nosotros y que es capaz de
darnos protección espiritual es una llamita de
esperanza".19
Otro mecanismo influye a la hora de elevar santos
a los altares populares es el de conmiseración o
piedad, en especial en aquellos casos de muertes
trágicas y horrorosas (como en las devociones a la
Difunta Correa –en la provincia de San Juan- o la
Telesita –en Santiago del Estero-), en aquellos
seres cuyas vidas han estado
signadas por el sufrimiento (debido a imposibilidades, como es el
caso del ciego Carballito, en Santiago del Estero o del
recién nacido Pedrito Hallado, en Tucumán),
o por trágicos conflictos
pasionales (Juana Figueroa, en Salta). En algunos de estos
casos, si bien puede existir algún otro mecanismo
–el de identificación, como por ejemplo en la
devoción a la Difunta Correa- consideramos que la
compasión y la piedad que estas figuras provocaron en el
imaginario popular resultan el mecanismo predominante.
Hay, además, un mecanismo de
admiración hacia muchas de las figuras santificadas
por la espontaneidad popular. Es el típico caso de las
devociones a los gauchos justicieros, que el pueblo ha
entronizado y elevado a la categoría de verdaderos
santos: su coraje y valor hasta el punto de jugarse la
vida por favorecer a los pobres quitándoles a los ricos,
han hecho objetos de devoción al Gaucho Cubillos, a
Juan Bautista Bairoletto, al Gaucho Gil, a
Isidoro Velázquez, y a tantos otros personajes
míticos del ámbito rural que pueblan el
colectivo social a lo largo de todo el país.
Admiración que también sostiene la devoción
de figuras conocidas, tan disímiles como, por ejemplo, la
Madre María, Pancho Sierra y la cantante de
música
tropical Gilda, entre otros.
Es evidente que se da en estos seres una
proyección de los deseos del pueblo: esto es claro
en el ejemplo de los gauchos
milagrosos, muchos de ellos delincuentes tenidos por
héroes justicieros, por haber ayudado a los necesitados.
El pueblo los ha canonizado, proyectando en ellos sus
deseos de justicia
social, suerte de vengadores de los sufrimientos de la gente ante
un sistema que los oprime y margina.
Ninguno de estos mecanismos mencionados son
excluyentes, como en algún lugar hemos
ejemplificado. Sólo que, de acuerdo a cada
devoción, hay siempre uno que predomina por sobre el
resto.
Un elemento característico de las canonizaciones
populares es la espontaneidad con que se generan las
devociones; se las crea con celeridad, según la
trascendencia e impacto de la muerte, o
de la envergadura personal del
‘santo’, y muchas veces arraigan en el imaginario
social, aunque tantas otras caen rápidamente en el olvido.
Algunas de ellas perduran, pero siempre circunscriptas a un
determinado lugar, y no son siquiera conocidas fuera de su zona
de influencia. Para el colectivo popular, cada uno de estos seres
elevados a los altares sin la bendición de la Iglesia
posee un rasgo distintivo sin el cual no hubiera podido
constituirse en objeto de culto y devoción. Un elemento
que lo acredita a ser pasibles de devoción popular
es su condición de seres diferentes,
condición que se manifiesta en una marca o
huella divinas, y que el imaginario popular interpreta
como signos de intermediación entre ellos y
Dios.
Culto
de los muertos
El culto de difuntos es uno de los elementos
típicos de nuestro mundo social, cultural y religioso, y
demuestra que ese acontecimiento doloroso e irreversible que
significa la muerte no permanece indiferente en ninguna cultura, ni
primitiva ni actual, más allá de los ritos o
prácticas que cada una de ellas asuma sobre el
particular.
Pero, ¿dónde y cómo se origina ese
culto? Según las teorías
animistas, se supone que todo lo inanimado y, por lo
tanto, también los muertos, tienen alma y son
capaces de acción.
Todo aquello que rodeaba al primitivo –el agua, el
aire, las
piedras, los animales–
poseía para aquel un espíritu, un alma, un
fluido, de origen desconocido, y que se manifestaba algunas veces
en forma negativa (terremotos,
huracanes, desprendimientos) otras en forma benéfica (a
través de alimentos, cobijo
y protección). La inseguridad
que le provocaba el destino inexorable de la muerte, debió
generar las primeras creencias en un espíritu o
espíritus que hacían vivir a la materia inerte, en
una serie de entes o fuerzas misteriosas que rodeaban al hombre y
que vivían en los elementos naturales que le circundaban.
De acuerdo a estas teorías, cada ser humano posee un alma
que sobrevive a la muerte del cuerpo: de allí que muchos
rituales funerarios celebrados a la muerte del individuo,
tengan la finalidad de facilitar la separación de
alma y cuerpo, y ayudar al alma en el viaje hacia la
‘otra vida’.
Sin embargo, Rudolf Otto descarta que el culto de los
muertos proceda de la teoría animista: "el muerto
se hace importante para el ánimo cuando se convierte en
algo espantoso y fantasmal". Para éste
autor,
"los reflejos sentimentales que se dan naturalmente ante
el muerto son de dos clases: de un lado, asco hacia lo
hediondo, corrupto, repugnante; de otro lado, la
turbación, inhibición de la propia voluntad
vital, el temor a la muerte, el horror que se experimenta
inmediatamente a la vista de un muerto, sobre todo si es de la
propia especie (…) Pero ninguno de esos dos matices
sentimentales constituyen todavía el arte del
estremecimiento (…) Esto no existe, dado de antemano, por
sí mismo, en los sentimientos naturales de asco o de
horror (…) Es un pavor de una calidad peculiar
y propia".20
Esta conmoción, este estremecimiento, produce un
poder fascinante. Para Otto, son puros productos del
sentimiento religioso, y no preexisten en la psique general como
algo natural al hombre, sino que son "intuiciones de ciertos
individuos dotados de naturaleza
profética", que despertaron en los demás semejantes
sentimientos.
Más allá de éstas teorías,
el hombre -en la noche de los tiempos- se ocupó de que sus
difuntos estuviesen cuidados, alimentados, y hasta
acompañados de sus familiares. "Será en estos ritos
de enterramiento donde se encuentren las huellas de una primera
creencia en la inmortalidad".21
En ellos, colocó junto a los cadáveres, de
forma ritual, objetos y utensilios de la vida diaria: vasos,
recipientes, collares, armas; a veces,
añadió a los enterramientos de bebés sus
primeras vestimentas y sus juguetes. "Se
aseguraba así a los difuntos un más allá
más confortable pero, sobre todo, otra vida con elementos
ya conocidos y cotidianos que harían un mundo más
llevadero. Todas estas preocupaciones por el ajuar y los ritos de
enterramiento debieron de producirse no sólo con el loable
propósito de su confortabilidad o felicidad en la otra
vida sino también, y sobre todo, para que los difuntos no
volviesen a molestar a los vivos. Efectivamente, la creencia en
el retorno de las almas de los difuntos (…) debió
de ocasionar el surgimiento de numerosas prácticas
mágico-religiosas, dado el temor que las almas de los
difuntos han suscitado y suscitan en todas las
civilizaciones".22
El hallazgo de cadáveres fuertemente atados, en
posturas extrañas o enterrados boca abajo para que no
puedan lograr salir a la superficie, son algunos ejemplos de esas
prácticas; cadáveres con piernas y brazos plegados
contra el pecho y otras veces en cuclillas demuestran que fueron
inhumados con ligaduras, aunque éstas no hayan resistido
el paso del tiempo. Esa posición encogida de los
cadáveres –posición fetal- puede ser
interpretada como una esperanza en su
renacimiento.
De ayer a hoy, todas las culturas –como
quedó dicho- ofrecen mecanismos y rituales a través
de los cuales los hombres intentan adaptarse a esa realidad
dolorosa que es la muerte. Algunos de los gestos más
característicos en las sociedades occidentales, como los
velatorios, las exequias de entierro, el recuerdo periódico
y la visita a los cementerios, se repiten –en tanto formas
supérstites– con matices propios de cada
región y cada subcultura.
El velatorio es uno de los momentos de intensidad
y significación en el culto de difuntos: allí se
mezclan y se entrecruzan elementos religiosos, costumbristas,
supersticiosos. Algunos testimonios corroboran esta
característica:
"Los velatorios constituyen actos de culto de una gran
significación. Los deudos sobrepasan los límites de
la templanza en la comida y la bebida. Al difunto lo rodean de
ritos supersticiosos, siembran ceniza bajo el ataúd. Si el
difunto es un niño, se le provee de alas de papel (…) Se
cree que le han crecido alitas y vuelan al cielo, por lo que no
hay que llorar, pues se les mojarían aquellas; la madrina
le pone un cordón en la cintura para que con él
pueda sacarla del purgatorio".23
Respecto de esta yuxtaposición de elementos,
Bruno Jacovella se refiere a la creencia según la cual
‘las almas de los muertos beben’: esto ha dado lugar
al uso mortuorio, muy difundido en el norte argentino, de colocar
un vaso de agua en la habitación "donde se ha velado el
difunto y donde se rezan las nueve noches; al cabo de
ellas, el agua ha acabado por desaparecer o poco menos; el muerto
se la ha bebido, es decir, su alma".24
En esta creencia, el elemento supérstite,
pagano, se presenta inconfundiblemente ligado a un gesto
cristiano (religioso): el novenario. Es ésta una
costumbre que permanece en ciertas zonas rurales, pero
prácticamente ha desaparecido en las grandes ciudades.
Rezar las nueve noches consecutivas a la muerte de un ser
implica, además de una clara motivación religiosa, el gesto de
acompañar a la familia del
difunto. Los siguientes testimonios25 brindan ejemplos de
las diferentes modalidades y usos de los novenarios:
"A partir del día de fallecimiento de una persona
se inicia una novena por su eterno descanso. Adornan una
cruz con flores y junto a ella se reúnen, en una hora
determinada de la tarde, los allegados, amigos y vecinos del
difunto. Rezan el santo rosario y otras preces. Es una cita a la
que nadie quiere faltar"
"La novena no puede ser rezada por ningún
pariente del difunto, pues lo llevaría muy pronto; debe
iniciarse todos los días a la hora indicada y sin cambiar
el guía, a la luz de tres
velas: dos para el muerto y una para la cruz, de lo contrario
trae mala suerte. El noveno día (al finalizar la novena)
se levanta un altar que tiene varios escalones, en número
impar, si el difunto es casado, y par si es soltero. Ese
día se consumen totalmente las velas que se prendieron
durante el novenario. Todo concluye a la medianoche, momento
hasta el cual velan parientes y amigos con el fin de deshacer el
altar".
De acuerdo a esto, muchos de los gestos populares en
torno al hecho de
la muerte son vehiculizados, con frecuencia, a través de
los ritos religiosos institucionalizados.
En el caso de las canonizaciones populares, el culto
de difuntos se convierte en práctica de
devoción: fieles y promesantes acuden hasta las
tumbas, altares y ermitas levantados en honor de aquellos que han
sido erigidos santos por la sensibilidad popular. Algunos
cultos tienen lugar en determinadas fechas: Semana Santa,
Día de los Muertos, los días lunes
–Día de Animas-, los aniversarios de sus
respectivas muertes, etc.-
En muchos de los casos, los devotos de estos santos
populares concurren a venerarlos hacia el mismo lugar donde
acontecieron sus muertes, la inmensa mayoría
trágicas. De modo que el objeto de culto está
allí mismo, ‘in praesentia’, en el
lugar de su vía crucis. En la provincia de Salta, una
devoción popularizada es la de Juana Figueroa,
hermosa mujer que fue asesinada por su esposo al ser sorprendida
con otro hombre en un acto de infidelidad. El pueblo la ha
canonizado, y se le rinde un culto habitual en toda la provincia;
pero, en su domicilio, es un espectáculo común
contemplar las largas filas de piadosas que acuden a venerar a
esta mártir:
"El pueblo de Salta hizo de ella un mito. Le
erigió un túmulo junto al cual acude, numeroso, a
rezar. Los lunes, día –como se sabe- consagrado a
las almas, la luz de muchísimas velas ilumina su nombre.
Rinden estos tributos de fe
gente de toda edad y condición: niñas que anhelan
aprobar sus exámenes, desolados amantes, enfermos sin
remedio".26
Este, como tantos otros ejemplos, configura un perfil
sociocultural y socioreligioso típico de cada
región o subcultura, con matices que le son propios. Pero,
como ya indicáramos, muchos de sus gestos son
vehiculizados a través de rituales de la liturgia
católica: plegarias, rezos, ofrendas;
incluso, muchas oraciones que se elevan en honor al santo
son las mismas utilizadas en el oficio religioso católico.
"Este esfuerzo por ajustarse en lo posible al catolicismo viene a
atestiguar una carencia, un desamparo que la legalidad
parece no poder remediar. Y esto es fácil de entender,
porque la Iglesia no recoge los códigos culturales de
esos pueblos. Los mismos no resultan violados, sino
confirmados, cuando buscan acceder por la vía de la
canonización a los que han dedicado su vida al bien y
el amor al
prójimo, como la Madre María; o hasta quien al
morir sedienta hizo el primer milagro de continuar amamantando a
su pequeño hijo (caso Difunta Correa); o hasta quienes
‘dieron la vida’ por favorecer a los pobres
quitándoles a los ricos (caso Gaucho
Cubillos)".27
Además de todos estos elementos, hay un matiz
peculiar, que suma un ingrediente valioso a la hora de erigir una
devoción: la martirización de estas figuras
populares.
Tragedia y Martirización
La proliferación de devociones populares y las
circunstancias por las que se las erige muestran que el fin
trágico ha sido y es uno de los motivos constantes en
la configuración de estas canonizaciones. El dolor
–sobre todo por las penosas y crueles
características de dichas muertes- agrega el elemento de
la conmiseración o compasión: una
muerte por asesinato, un trágico accidente, una
inmolación, suman un elemento decisivo a favor de esa
devoción. Bruno Jacovella, no sin prejuicio de
clase, ensaya
una interpretación de este hecho:
"Las comunidades iletradas, desprovistas de asistencia
religiosa, propenden a creer que el individuo, muerto en
circunstancias trágicas, después de pasar por el
martirio, se purifica de sus faltas y llega a integrar las
huestes celestiales".28
Los hechos acaecidos en torno a la muerte de la bella
Deolinda Correa ejemplifican ese sentimiento
popular: hija de un viejo guerrero de la independencia,
la joven sanjuanina fue el blanco preferido de los enemigos
políticos de su padre, quienes la acosaban y
pretendían su amor. Casada
con Baudillo Bustos, debió resistir a sus perseguidores
cuando éstos secuestraron y asesinaron a su padre y a su
esposo. Para librarse de aquellos, emprendió una madrugada
con su hijo de meses la marcha hacia La Rioja:
"Anduvo por valles y quebradas, cruzó arenales
ardientes que llagaban sus pies, se estremeció en la
penumbra de sus montes, hasta que sus fuerzas la abandonaron.
Sedienta y extenuada, se dejó caer en la cima de un
pequeño cerro. Sintiéndose morir, pidió al
cielo que diera vitalidad a sus pechos para que su hijo
sobreviviera. Cuando unos arrieros se avecinaban al lugar
orientados por el vuelo circular de los caranchos, hallaron al
niño adormecido sobre el pecho de su madre muerta.
Profundamente impresionados, dieron sepultura piadosa a la
infortunada Deolinda y se llevaron al niño. Poco
tardó en conocerse la desdichada suerte de la joven, y
hasta su humilde tumba comenzaron a acudir hombres y mujeres del
llano y de las sierras. Y con estas peregrinaciones
comenzó la devoción a la Difunta
Correa".29
Los casos de muertes trágicas se repiten en forma
abundante en el devocionario popular argentino: la
Telesita era una misteriosa mujer que deambulaba por el
norte santiagueño, y que murió quemada en un
rancho. La tradición popular cuenta que Telésfora
Castillo solía frecuentar boliches donde cantaba y bailaba
hasta el amanecer, desapareciendo luego en la espesura de los
montes. Después de su muerte,
"se la reverenció como santa,
ofreciéndosele bailes, responsos, velorios, a cambio de su
buena voluntad para contribuir a sanar las dolencias humanas, a
realizar acariciados proyectos o
doradas esperanzas (…) Lo cierto es que la Telesita con su
báquica celebridad es cantada en nuestra
campaña y se cierne sobre las reuniones alegres de los
paisanos en las largas noches invernales y en las alegres del
estío. Las mandas a la Telesita son raras y
difieren de las que se ofrecen a los santos de la Iglesia. Para
la Telesita son: un número determinado de piezas
acompañada de una o más copas de licor que tiene
que beberse en pareja al comienzo o final de cada baile, quedando
nula la manda si ocurriese omisión o descuido. La Telesita
es implacable: no se compadece de sus neófitos. En su
honor se forman bailes en la soledad agreste de los campos. Suena
el bombo y el violín campesino
original en su sonido intenso y
enloquecedor (…) Y sobre todo esto, culmina la Telesita,
extraña divinidad que auspicia tiernos idilios lo
mismo que explosiones sanguinarias; que mira complacida la
ofrenda inofensiva de la superstición ciega, lo mismo que
los desbordes exagerados de la beodez".30
El 29 de junio de 1948, el hallazgo de un recién
nacido abandonado en las puertas del Cementerio del Norte, en
Tucumán, dio origen a un culto popular muy difundido en el
NO argentino: el de Pedrito Hallado. El niño, de
pocas horas de vida, fue encontrado por el sereno del cementerio,
y agonizaba a causa del frío y de innumerables picaduras
de hormigas. Fue bautizado en la capilla del cementerio, y al
morir se lo enterró en el lugar. Algunos le adjudicaron
indicios extraordinarios, que lo diferenciaron de otras criaturas
abandonadas. Poco después del entierro, los vecinos de la
zona comenzaron a visitar su tumba, iniciando una ceremonia
espontánea que fue creciendo con el tiempo. Muy pronto
surgió la leyenda de sus milagros y poderes
sobrenaturales: las autoridades del cementerio le levantaron un
monumento que es visitado por miles de personas, en su
mayoría estudiantes, que piden su intercesión por
el éxito
de sus exámenes, y el lugar está colmado de
juguetes, muletas, flores, velas y placas de agradecimiento que
testimonian el culto popular.
Una creencia muy difundida en el NE argentino y sur de
Brasil es la
del Negrito del Pastoreo, un esclavo negro que
murió azotado por sus amos, los que le atribuyeron
erróneamente una falta. Esta creencia viene de los tiempos
de esclavitud en el
Brasil y ha perdurado en el tiempo y traspasado las fronteras.
Por aquella época, las familias tenían negros a su
servicio, que
eran castigados con frecuencia por cualquier falta:
"En una estancia –refiere Juan Ramón
Escalada31– un negrito esclavo era el encargado de cuidar
una majada de ovejas, y por cualquier descuido en su trabajo era
azotado por el patrón. En una oportunidad se vio en la
necesidad de dar cuenta al patrón de la pérdida de
tres ovejas; enfurecido el dueño lo hizo azotar en forma
tal que determinó la muerte del negrito. Desde entonces,
su alma vaga por los campos (…) Aún se conserva entre
los niños y
personas mayores la creencia de que cuando se pierde un objeto de
uso común, hay que encomendarse al Negrito del Pastoreo.
El Negrito es muy mascador de tabaco negro,
y como no siempre tiene suficiente provisión de tabaco, en sus
travesuras esconde a los niños una bolita, un trompo, una
moneda, y a las personas mayores un cortaplumas, un cuchillo,
unas tijeras, etc. (…) Si el objeto es encontrado, se deja un
pedacito de tabaco negro en un rincón o un lugar poco
frecuentado (…)".
Dos de los mitos convertidos en devociones
populares en el Norte argentino están rodeados de un halo
de misterio y leyenda que siguieron a sus muertes:
Carballito era un ciego que ambulaba la campaña
santiagueña en demanda de
limosnas, y al que una patota lo llevó engañado a
un lejano lugar, lo ató al tronco de un árbol y lo
asesinó cruelmente; la versión que surgió a
continuación de su trágica muerte dice que el
cadáver intacto fue descubierto varios días
después, próximo a un arroyo cristalino. Por otro
lado, la Brasilera o Brasilerita era una curandera
que ejercía su oficio en Tucumán, y que
murió ardida al tomar contacto su vestimenta con la llama
de una vela en el Cementerio del Norte; lo curioso es que
allí donde quedó su cuerpo devorado por el fuego
surgió una vertiente. Pero, además, su tumba ha
sido permanentemente adornada con imágenes de santos
mutilados, según lo refiere la siguiente
crónica de "La Gaceta":
"La tumba de la Brasilera promueve una costumbre
sacrílega: la de la mutilación de las
santas imágenes, incluso de la de Jesús
crucificado. Una anciana, de las tantas que merodean los lunes
por las tumbas milagrosas en busca de algún alivio a los
achaques de la edad, reveló (…) que los santos que no
escuchan los pedidos que les hacen los creyentes son llevados
mutilados como castigo ante la Brasilera. ¿Cuándo y
cómo empezó esta bárbara costumbre?
El mismo día que murió, si nos atenemos a la
leyenda que la muestra como una
curandera más, entre las muchas que por esa época
había en las proximidades de los campos santos, capaz de
desatar con sus sortilegios a las fuerzas del mal, a las huestes
del maligno Lucifer. Angel o demonio, la Brasilera ocupa un lugar
preeminente en el concierto de las tumbas
milagrosas".32
Además de estos seres venerados por el imaginario
social, existen en nuestro país otro tipo de devociones
populares no ortodoxas, constituidas por una constelación
de gauchos milagrosos que el pueblo –en especial, en
las regiones rurales- ha elevado a la categoría de
verdaderos santos.
Devocionario gaucho
Hombre de coraje, el paisano de la campaña
argentina había heredado la gallardía y la
individualidad castellana, por un lado, y la pasión del
aborigen por defender su suelo y su
cultura. Dominador del paisaje, con su altivez y generosidad se
hizo peleador en defensa propia o de su divisa
partidaria.
Muchos de esos gauchos encarnaron las reivindicaciones
de los sectores populares, en especial aquellos que, haciendo
gala de una destreza y valentía envidiables, saqueaban
–como Robin Hood- a los pudientes para ayudar a los
más pobres y desprotegidos.
Inevitablemente, estos bandoleros-justicieros
debieron tener, tarde o temprano, conflictos con las autoridades
policiales, contra quienes se habían alzado en
mérito de alguna injusticia; a su vez, la autoridad se
embarcaba en interminables persecuciones contra aquellos, para
las que solían contar con medios muy
precarios.
La tradición oral ha ido moldeando la legendaria
imagen de
estos seres de la campaña, hasta convertirlos en
verdaderos mitos. Una extensa lista de gauchos, bandoleros
o bandidos rurales ha ingresado al devocionario popular: Juan
Bautista Bairoletto (La Pampa), el gaucho Cubillos
(Mendoza), los gauchos Lega y Gil (Corrientes),
Isidoro Velázquez (Chaco), entre muchos
otros.
Alzados contra la autoridad, todos ellos se dedicaron a
saquear o asaltar sólo a los poseedores de abultados
bienes,
grandes establecimientos ganaderos, bancos o empresas; los
lugareños los recuerdan como benefactores de los pobres
que no robaban a sus amigos ni a quienes prometían su
solidaridad. De
esta manera:
"la tradición oral permite corregir la
versión de los delitos
cometidos, mejorar sus actitudes
pródigas para con los humildes y justificar los asesinatos
como hechos inevitables y hasta como ajusticiamientos. En
general, las muertes no se atribuyen al personaje principal sino
a sus lugartenientes. En este punto coinciden las historias de
todos los bandoleros en cualquier parte del globo en los
últimos tres siglos: son evidentes los signos que
tienden a transformarlos en héroes, en parte
vengadores de una injusticia social y en parte dueños de
una ética que se les atribuye y que no siempre
puede demostrarse".33
¿Qué otras características comunes
han tenido estos personajes entre sí? A cada uno de ellos,
los sectores sociales más desposeídos los han
protegido, encubriendo sus andanzas. Es interesante plantearse
las razones de semejante mitificación, y las que
llevaron al pueblo a auxiliarlos y no plegarse, en la gran
mayoría de los casos, a la acción represora de las
autoridades.
¿Qué elementos sostiene el imaginario
popular en la generación de estas devociones? En
primer lugar, sin dudas, la existencia de mecanismos de
proyección: los desposeídos depositan en estos
seres sus deseos de justicia y equidad
social. De alguna manera, estos bandoleros-justicieros "se ven
comprometidos por el medio social, que les exige una conducta
arquetípica, y actúan en consecuencia".34 El
pueblo, imposibilitado de luchar con sus propios medios,
halló en ciertos gauchos al portavoz de sus
reivindicaciones.
Tal es así, que algunas crónicas
periodísticas se refirieron a Juan Bautista Bairoletto
como un "famoso bandolero", y aludían a su
inevitable comparación con Robin Hood. El diario "Crítica" del 13 de abril de 1941, en
ocasión de publicar la noticia de un delito que la
justicia le había endilgado a Bairoletto, lo llama
"delincuente romántico y generoso". Tal era
la percepción popular de estos singulares
personajes de la campaña.
La admiración que por estos individuos
sentían los lugareños contribuyó de pleno a
su mitificación: el arrojo y la destreza –cualidades
naturales en ellos- fueron multiplicadas hasta el paroxismo o la
leyenda por las evocaciones de la tradición oral: asaltos,
botines de guerra y hasta asesinatos iban cimentando el prestigio
de estos gauchos como bandidos sociales, pero
también como justicieros del pueblo.
Este mecanismo de admiración está
íntimamente ligado a otro elemento distintivo de estos
gauchos que han ingresado al santuario de las devociones
populares: las características de sus muertes.
"El héroe crece y se hace imbatible no
sólo por su sagacidad para escapar de los policías
y milicianos, sino también porque los seres de este tipo
no caen –en los relatos que los ensalzan- salvo por alguna
traición".35
Ambos elementos, el de la traición
–llevada a cabo generalmente por algún viejo
compañero de andanzas, ya distanciado o enemistado- y el
de la muerte violenta, acrecientan primero la
conmiseración popular y, posteriormente, la
devoción.
En el cementerio de General Alvear, en Mendoza,
descansan los restos de Bairoletto, que permanecen en el interior
de un pequeño mausoleo levantado con contribuciones
voluntarias y públicas, y convertido en
‘santuario’. Hasta allí acuden hombres y
mujeres desde todas partes a cumplir promesas con flores,
crucifijos, placas y diversos objetos. Le piden al ‘gaucho
milagroso’ que proteja a sus familias, que les conceda
salud, trabajo y
paz. Se le atribuyen numerosos milagros y no ha faltado quien
propusiera la canonización oficial de Bairoletto,
según apunta Coluccio.
Andrés "El Manco" Bazán
Frías pasó de ser leyenda a
devoción: todavía hoy, a más de 70
años de su trágica muerte, recibe ofrendas en su
tumba del Cementerio del Norte, en Tucumán. Fugado de la
cárcel, fue perseguido por una partida policial y
asesinado de un balazo en el cuello, cuando intentaba saltar el
muro de un cementerio: en ese preciso lugar donde murió,
junto al paredón, se constituyó un verdadero sitio
de culto, a pesar de que sus restos descansan en otro lugar. Una
crónica periodística se refiere a la
mitificación de Bazán
Frías:
"Dicen que el alma de una víctima (el agente
José Figueroa, a quien Bazán Frías
mató tras cometer un robo) lo detuvo cuando intentaba
brincar sobre las tumbas, impidiéndole saltar (…)(para
escapar de la justicia)"
"Pero la superstición iba a endiosarlo de una
manera increíble (…) En los bolsillos de "El Manco" se
hallaron un crucifijo, medalla y escapulario, varias llaves
ganzúas, 50 centavos y la orden del día con su
orden de captura. Eso fue más que suficiente para
consagrar la mitificación que vino después y que
aún trae a centenares de personas hasta su mausoleo,
recargado de ofrendas (…) Poco a poco, su biografía fue
cambiando: para la gente sencilla, "El Manco" fue un pobre hombre
vuelto malo por la policía brava de esa época.
Nadie recuerda ya sus fechorías ni sus crímenes.
Hasta su prontuario ha desaparecido de la jefatura. Un buen
día ardió, junto con los de otros no menos
célebres delincuentes (..) El tiempo y el fuego parecen
haber purificado el ‘ánima’ de Andrés
Bazán Frías. Es uno de los ídolos más
impactantes del Tucumán misterioso".36
Otra santificación profana que cuenta con
numerosos fieles es la de Antonio Gil, o Antonio Mamerto
Gil Núñez, o "Curuzú" Gil, un gaucho que
hacia mediados del siglo XIX actuó en los alrededores de
Mercedes, en la provincia de Corrientes, y que fue también
un perseguido de la justicia. Gozó de gran predicamento
entre la gente del pueblo, que lo ayudaba en sus fugas,
proporcionándole alimentos, etc.- Sorprendido por una
partida policial, lo detienen para enviarlo a comparecer ante la
ley por su
conducta (había desertado de las milicias). Pero no
llegó a su destino, porque lo colgaron boca abajo de un
algarrobo y lo degollaron:
"En los umbrales de la muerte –cuenta Emilio
Noya37– alcanzó a advertir a su verdugo que de
regreso iba a encontrarse con un hijo enfermo de gravedad y si
invocaba su intercesión podían salvarlo. Su
victimario, en señal de agradecimiento por el milagro
concedido, llevó a pie una rústica cruz de
espinillo que depositó en el lugar del sacrificio. El
sucedido tuvo rápida difusión entre los vecinos,
quienes empezaron a reunirse allí para encenderle velas y
elevar preces, lo que movió al dueño del campo a
retirar el símbolo sagrado, molesto por el continuo afluir
de personas, y la posibilidad de que las candelas provocasen
incendios.
Enseguida el hacendado contrae una dolencia que lo tiene al borde
de la locura. Desahuciado por los galenos, promete mandar hacer
un monumento fúnebre a la memoria de Gil, si lograba
recuperar su salud quebrantada. Sanado del extraño mal,
aquel hombre edificó con piedras de la región el
desmañado mausoleo (…) Desde esa remota fecha,
profusión de plaquetas recordativas y banderas rojas
enastadas a tacuaras, testimonian el arraigo en el seno del
pueblo correntino".
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